marzo 28, 2024

El sorprendente hallazgo que cambia el significado de una obra maestra de Vermeer

En 1742, por la compra de 30 cuadros de la colección privada del Príncipe de Cariñena en París para la colección del elector de Sajonia y rey de Polonia Augusto el Fuerte, le obsequiaron una pintura… ¡y qué pintura: nada menos que un Rembrandt!

Así se la presentaron al secretario sajón encargado de la transacción y así fue identificada a su llegada a Dresde, hoy en Alemania.

Era una obra exquisita que mostraba a una joven rubia, bañada por la luz que entraba por una ventana, entregada a uno de los actos más íntimos: la lectura de una carta.

A pesar de haber violado la privacidad de la chica, el pintor la había protegido, interponiendo una mesa y sacando de la habitación a quien se entrometiera, obligándolo a quedarse detrás de una cortina abierta.

Desde esa distancia prudente, se aseguró de que todos compartieran el momento que capturó sin que nadie perturbara su encanto.

Era evidentemente la obra de un genio, pero quizás no del considerado como el artista más importante de la historia de los Países Bajos.

Ya para cuando apareció por primera vez en un inventario, en 1747, fue descrita como una pintura «a la manera de Rembrandt», y más tarde, fue atribuida a otros artistas de la escuela del maestro neerlandés y de la ciudad de Delft.

Pasarían siglos antes de que se revelara la verdad.

¿Por qué?

Sencillamente porque, después de su muerte, Johannes Vermeer había, en gran medida, caído en el olvido, particularmente fuera de Holanda.

Lo cierto es que nunca había logrado gran celebridad, aunque tuvo un éxito moderado y fue admirado por su magistral tratamiento de la luz en sus pinturas.

Pero era apenas uno de los muchos artistas de la llamada Edad de Oro neerlandesa, en la cual las Provincias Unidas de los Países Bajos experimentaron un extraordinario florecimiento político, económico y cultural.

Destacarse entre tantos era difícil, sobre todo para un pintor que trabajaba lentamente: los expertos calculan que Vermeer no completó más de 60 obras en total, una cantidad insignificante para los estándares del siglo XVII; su contemporáneo Rembrandt, en contraste, produjo cientos de pinturas e innumerables grabados y dibujos.

Después de su muerte en 1675, a la edad de 43 años, el nombre de Johannes Vermeer se fue desvaneciendo de la historia. El que a duras penas fuera mencionado en el principal libro de referencia sobre la pintura holandesa del siglo XVII, lo condenó a ser omitido de versiones posteriores de historias del arte durante más de un siglo.

Su opinión apareció en «Galerie des peintres flamands, hollandais et allemands«, un informe exhaustivo de pintores de escuelas del norte publicado para guiar a los aficionados y coleccionista de arte.

Pero, por encima de todo, el deseo de Le Brun era reivindicar a los maestros desconocidos cuyos nombres habían sido olvidados.

Y «ese van der Meer», o Vermeer, lo cautivó como ningún otro.

Su respaldo fue transformador. La obra del artista muerto más de 100 años antes empezó a apreciarse como nunca antes.

Y todavía más cuando, en el siglo XIX, entró en escena el influyente historiador y crítico de arte francés Théophile Thoré, quien por razones políticas escribía bajo el seudónimo de William Bürger.

Desde su primer encuentro con «La vista de Delft» en el Museo de La Haya hacia 1842, el «extraño cuadro» con «un paisaje soberbio e inusual» le sorprendió tanto que emprendió un espectacular recorrido por las colecciones de arte europeas con el fin de examinar pinturas que pudieran ser atribuibles al enigmático artista que cada vez lo seducía más.

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