abril 23, 2024

Talleyrand, el hombre que dirigió dos revoluciones, engañó a veinte reyes y fundó Europa

Príncipe de Benevento y del Imperio, príncipe de Talleyrand y Périgord, duque de Dino, conde de Périgord, par de Francia, duque de Talleyrand y Périgord, vicegrán elector imperial, gran águila de la Legión de Honor, caballero de la Orden del Saint-Esprit, caballero de la orden española del Toisón de Oro, gran comandante de la Orden de la Corona de Westfalia…

Son algunos de los muchísimos títulos que a lo largo de sus 82 años de vida acumuló Charles Maurice de Talleyrand, una de las figuras más fascinantes (y discutidas) de la historia francesa y europea.

Un político de increíbles habilidades que tuvo una influencia gigantesca entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, que apoyó y dejó caer a regímenes opuestos y que tradicionalmente ha sido considerado la quintaesencia del traidor, conjurando a un lado y al otro odios tan acérrimos como unánimes.

Su casi interminable lista de títulos honoríficos solo es comparable con la inmensa cantidad de dinero que amasó, los numerosísimos odios que concitó y los muchos dirigentes a los que respaldó y luego abandonó a su suerte, y que según Victor Hugo, su contemporáneo, habrían ascendido a 20.

«Había dirigido dos revoluciones, engañado a 20 reyes, contenido el mundo entero», sentenció el escritor al morir Talleyrand, en 1838.

Y es posible que incluso se quedara corto, dado que durante la época de esplendor de Talleyrand sólo Alemania estaba formada por unos 300 estados independientes con otros tantos jefes de estado, aunque no todos «reyes».

«Entre reinados, imperios, ducados, principados, arzobispados y demás es muy posible que la cifra incluso fuera más alta», señala el escritor, editor y traductor Xavier Roca-Ferrer, autor de una nueva y completísima biografía sobre el personaje que lleva por título «Talleyrand. El ‘diablo cojuelo’ que dirigió dos revoluciones, engañó a veinte reyes y fundó Europa» (Ed. Arpa).

De Obispo a «traidor»

Talleyrand, un hombre culto y refinado, nació en una familia de la aristocracia francesa en 1754.

Era el primogénito pero debido a la cojera que sufría, sus padres decidieron que eso limitaba mucho sus opciones de poder contraer un matrimonio ventajoso. Así que se volcaron con su segundo hijo y decidieron que él hiciera carrera eclesiástica, a la que podía ayudar un tío arzobispo.

Y la hizo: durante el reinado de Luis XVI llegó a ser ministro de Hacienda de la Iglesia francesa, un cargo que le lanzó a las alturas de esa institución religiosa, y le hizo obispo de Autun.

Pero el ser sacerdote no le impidió mantener relaciones con numerosas mujeres (incluida la condesa Adelaida de Flahaut, madre de su único hijo), no le apartó de su desmesurada afición al juego ni evitó que especulara y participara en incontables negocios muy sucios y en casos de corrupción.

«Quizás, en última instancia, la auténtica gran pasión de Talleyrand no fue la política, ni la economía, ni el juego ni las mujeres, sino el Riesgo, con mayúsculas, y en todos los campos», se lee en la biografía sobre él que ha escrito Xavier Roca-Ferrer.

El estallido de la Revolución francesa le hizo simpatizar en un primer momento con «los descontentos» que la habían impulsado. El tener título de obispo le aseguraba un sillón en los Estados Generales de 1789 y el derecho a intervenir en la configuración de la nueva Francia. Y no desaprovechó la ocasión.

Colaboró en la redacción de la primera Constitución francesa, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, trató de impulsar una monarquía constitucional «a la inglesa» y propuso una ley de educación universal y gratuita que solo cien años después se haría realidad.

Y fue incluso más allá. Cuando en la Asamblea Nacional se debatió la desastrosa situación económica del país, Talleyrand se descolgó con una propuesta muy osada para alguien que llevaba la mitra de obispo: propuso la nacionalización de todos los bienes de la Iglesia francesa, dueña entonces de la cuarta parte de todas las propiedades del país.

Su propuesta prosperó, pero obviamente no fue del agrado de las autoridades eclesiásticas, que a partir de ese momento le consideraron un traidor en toda regla. En 1791 el Papa lo amenazó incluso con la excomunión. No hizo falta: Talleyrand decidió colgar los hábitos.

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