mayo 1, 2024

«Cuando uno está triste es porque le hace falta algo; cuando uno se deprime, no hace falta nada»

La escritora colombiana Margarita Posada está llorando cuando contesta la llamada de esta entrevista. Le pregunto si prefiere posponerla, pero responde que no, que «igual eso no se va en un día» y dice entre sollozos que esta es la primera entrevista sobre su libro que hará «estando deprimida».

«Uno cree que cuando termina el libro, se acaba la depresión, pero no es así», explica.

En «Las muertes chiquitas», publicado por Editorial Planeta en 2019, la autora intenta explicar -o entender ella misma durante la travesía de la escritura- su depresión y qué fue lo que pasó antes de todas las veces que cayó en un vacío abismo tras haber conquistado frenéticamente alguna cima.

Por un lado, vemos a una Margarita incansable, con personalidad volcánica, que ocupa todos los espacios por los que pasan amigos, amantes y familiares.

Nos presenta a sus mascotas amorosas; nos cuenta sobre trabajos extraordinarios y hasta envidiables que la llevan por ciudades del mundo y por fiestas de euforia desbordada rociadas con alcohol y otras adicciones.

Describe detalladamente y con reflexiones hondas a una femme fatale dominante, intelectual, con ojos brillantes, «del exceso y la exageración».

Esos relatos con confesiones casi de leyenda se trenzan, por el otro lado, con los de la mujer triste y vencida que en varias ocasiones se les mete en la casa y en la cama a sus padres sin poder levantarse ni salir de ahí; que pasa meses vestida con un viejo pantalón de sudadera color amarillo pollo, desarraigada y «rota por dentro».

Catatónica. Una Margarita que hace cálculos meticulosos para suicidarse y que finalmente comparte un pedazo del origen de su depresión: la historia de su abuso cuando tenía cinco años.

¿Por qué está llorando? ¿Por qué se siente tan triste hoy?

Los 11 meses de pandemia he vivido muerta de la risa, ayudando a todo el mundo, sintiéndome Superman, muy llena de vida, pero soy como el coyote del «Correcaminos» que sigue con impulso hasta la mitad del abismo, entonces supongo que siempre habrá este tipo de trastornos.

Hacía dos años que yo no me deprimía, esa es generalmente la tregua que me da esto. Siento una especie de desarraigo, pero todo está bien entonces es rarísimo. Mi casa está limpia, divina, con orquídeas florecidas; estuve tres semanas en mi finca, que es donde está mi ombligo; mi perro fue feliz. Pude ver a mi hermano, a la esposa, a mis sobrinos.

Creo que son como oscilaciones y que las vidas de todos los seres humanos oscilan de cierta manera, pero un poquito más suave, no tan en picada como la mía, y que al final tratar de evitar las crestas de la ola es lo que hace que uno no se caiga tan profundo.

En su libro «Las muertes chiquitas» usted usa una cantidad de metáforas para explicar su comportamiento y sus sentimientos, como, por ejemplo, esa ‘cresta de la ola’ que menciona. ¿Qué significa estar en la cresta de la ola?

La cresta de la ola es un estado de hipomanía. Los que sufrimos de depresión muy seguramente sabemos también qué es sentirnos como si tuviéramos el disfraz de Robocop. Somos todopoderosos, nada nos duele, es como poner el dedo en la vela.

La gente normal quita el dedo cuando se quema, nosotros no. Tiene que ver con mucho aguante y mucha curiosidad, pero con ganas de vivir con temeridad.

La depresión termina convirtiéndose precisamente en el resultado de esa aversión al dolor. Y entonces es como «no me duele, no me duele, puedo más, puedo más», guardando todo lo que se siente durante mucho tiempo.

Después uno termina tragándose su paquetico de mierda en una sola sentada.

¿Por qué el libro se llama «Las muertes chiquitas»? ¿Cuáles son esas muertes chiquitas?

Cuando firmé el libro, se llamaba «Hablemos de otra cosa», porque generalmente cuando uno le dice a alguien «estoy deprimido», lo primero que responde es «bueno, pero hablemos de otra cosa».

Después terminé poniéndole «Las muertes chiquitas» porque me pareció que honraba lo que se siente estar deprimido, es como estar muerto en chiquito.

Si eso le da a uno la posibilidad de seguir viviendo, pues qué dicha morirse de manera chiquita y no tener que enfrentarse a la muerte grande que es la de suicidarse.

Usted explica qué es y qué no es la depresión, parece que su misión fuera que los lectores entendieran algo al respecto, ¿qué?

Yo creo que al principio sí había como una gran intención de mostrar lo incomprendida que está la depresión en nuestra sociedad, pero luego me di cuenta de que la depresión era incomprendida porque nadie que tiene depresión habla de eso.

Entonces es como salir del clóset y al final yo también termino siendo mucho más dócil con las personas que no fueron capaces de acercarse a preguntarme o de estar conmigo porque sencillamente no tenían idea de qué hacer.

Me he vuelto mucho más empática con ellos porque esperar que los demás lo comprendan es ridículo. Sólo lo entiende alguien que haya atravesado por esos estados, que es como si le arrancaran un cable a uno, el arraigo, el ombligo.

La depresión tiene que ver con las ganas de vivir, no con estar contento o triste. Cuando uno está triste es porque le hace falta algo; cuando uno se deprime, no hace falta nada, pero uno no se conecta con nada tampoco, ni siquiera con lo bueno que le está pasando.

El libro terminó siendo simplemente una explicación para mí misma, muy diferente del que yo me imaginaba que iba a escribir.

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