abril 26, 2024

La inspiradora historia de Milagros, la joven uruguaya ciega que aprendió inglés sola y estudiará sin costo en Harvard

«Bienvenida a Harvard».

Cuando recibió el mensaje, la joven uruguaya Milagros Costabel no podía creerlo. Había sido seleccionada para cursar cuatro años en la prestigiosa universidad estadounidense, que le ofrecía una beca completa.

Para Milagros, quien quedó ciega poco después de nacer y aprendió inglés sola, se trata de un sueño que parecía inalcanzable y detrás del cual hay años de amor, abnegación y aprendizajes, de ella y de su familia.

BBC Mundo invitó a Milagros, de 19 años, a relatar su propia historia.

Hace un año estaba sentada en mi cama llorando junto a mi madre porque me daba cuenta de que mis sueños de estudiar en el extranjero no se iban a hacer realidad.

Hoy espero con ilusión la llegada de agosto, cuando viajaré a Estados Unidos para comenzar mis estudios.

Nací una tarde de abril casi cuatro meses antes de lo esperado en Colonia del Sacramento, una pequeña ciudad uruguaya. Pesaba 740 gramos, y mi cuerpo -que aún no estaba desarrollado- cabía en una mano.

Mi situación era tan precaria que los médicos informaron a mis padres que yo no sobreviviría y que, si lo hacía, probablemente tendría secuelas muy graves.

«Si sobrevive va a ser un milagro», dijeron. Y como yo aún no tenía nombre, ese fue el que mis padres decidieron ponerme. Milagros.

Aquel mismo día fui llevada de urgencias a la capital uruguaya para recibir el tratamiento que salvaría mi vida.

Mi padre, que estaba en la ambulancia conmigo, siempre recuerda la cara de los doctores y la realidad de esos momentos en los que todo parecía salir mal.

Mi madre, que se recuperaba del parto, se unió a él unos días después junto a mi hermana Chloe y me visitó todos los días.

Pasé tres meses en cuidados intensivos, en el delicado borde entre la vida y la muerte. Al final, la dedicación de los doctores tuvo frutos.

No hizo falta mucho tiempo para que descubriesen que había algo conmigo que no estaba del todo bien.

Meses después de mi llegada a casa, mis padres recibieron la llamada en la que los citaban en persona para darles la noticia: yo era totalmente ciega y no había nada que pudiesen hacer para revertir la situación.

El oxígeno responsable de salvar mi vida fue el que, tras quemar mis retinas, me dejó sin la posibilidad de ver.

Esto no detuvo a mis padres en su lucha para que yo fuese una persona independiente.

Mi madre aprendió braille -el sistema de lectoescritura que utilizamos las personas ciegas- y ninguna tarea de la casa era demasiado difícil como para que no intentase enseñarme. Y mi hermana…

Si ella estaba a mi lado yo me sentía libre, y no había nada que no pudiese hacer.

Ella veía y ante sus ojos éramos iguales. Corríamos hasta que los pies no nos daban más y nos parábamos en las hamacas, haciendo equilibrio, como si el espacio entre la hamaca y el suelo no existiese.

Nos sentábamos a tomar mate en las mañanas, en una casita de madera, y -junto a nuestras amigas- hacíamos todo lo que se espera de unas niñas de 3, 4 años.

Nunca me imaginé que tendría que vivir el resto de mi vida sin ella.

Cuando yo tenía casi 6 años, Chloe falleció a causa de un cáncer cerebral que nos tomó por sorpresa a todos. Nos tocó estar lejos; ella estaba en Argentina por el tratamiento y yo solo podía viajar allí de vez en cuando.

Aunque tengo recuerdos difíciles, y es imposible no reconocerlo, hoy la recuerdo con alegría. Fue ella, con sus juegos y sus risas, la que me demostró qué tan lejos podía llegar. Y es en ella en quien pienso cuando las cosas se vuelven difíciles y parece que solo la fuerza que me transmitió puede hacerme ir por más.

Mi madre siempre dice que siguió adelante por mí, «¿quién te va a enseñar las cosas si yo no estoy?» decía. Y así fue.

A los 7 años yo tendía la cama; si hay algo que caracteriza a las enseñanzas de mi madre es que rozaban la perfección.

Recuerdo las mañanas tendiendo y destendiendo la cama con el único afán de que las mantas quedasen derechas, sin ninguna arruga, y las veces que doblaba los repasadores con la única intención de que todos quedasen perfectos, borde con borde, todos mirando para el mismo lado.

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